En Úbeda se cuenta...
Que en noches como esta, en noches de junio, cuando la brisa del verano llega y ondula el olivar, tiemblan los corazones de quienes oyen el susurro de una voz melodiosa cantar: “Soy la tía Tragantía, hija del rey Baltasar, y quien me oiga cantar, no verá la luz del día ni la noche de S. Juan”.
La tía Tragantía avanza sigilosamente escondida tras la silenciosa oscuridad de la noche. Para buscar su alimento trepa por pilares y fachadas dejando una estela de leyenda y un lamento de soledad. Su paso por Úbeda hace que el aire golpee en las contraventanas y en las persianas de las casas y el miedo seque las gargantas de quienes creen oír el canto de la mujer serpiente.
Nadie que la ha visto puede contarnos como es, sólo ella lo sabe.
Imaginamos, eso sí, que la Tragantía, con su verde sayo bordado en oro, con una voz de hielo y ultratumba, sale a buscar su alimento, el elixir que le dará poder para vivir un año más. Seduce a sus víctimas humanas primero con su melodía y después sus ojos verdes se clavan como agujas en los ojos de los hechizados, que quedan atrapados para siempre por su belleza de esmeralda.
La tía Tragantía necesita hacer latir su corazón humano y por eso roba el calor del de su presa, quitándoles la misma sustancia, bebiendo su sangre caliente. La mujer serpiente hiela la esencia de sus victimas, consumiéndolas en una larga agonía, tragándose la vida entera como una mantis religiosa y dejando sólo una lágrima humana, que guarda como secreto recordatorio de su cacería, como trofeo de su satisfacción.
Busca a jóvenes, a niños y niñas porque sabe que, para poder existir, precisa el rescoldo de la sangre humana, demanda el ardor rítmico de los latidos de un corazón tierno, que empieza a vivir y a sentir.
Mientras es serpiente no reclama nada, pero al llegar el fatídico mes de junio, el mes de su condena, desea el líquido capaz de bombear su corazón helado, aguarda ser la joven doncella que fue, ambiciona sentir en su piel gélida el suave devenir del placer frágil y momentáneo de apreciarse plena, como la luna y desea quedarse libre de la cárcel de su vida de reptil.
La celebración de ese macabro ritual le permite gozar del placer de la existencia mortal de las personas y al despedirse el viento de la primavera las gentes del Úbeda comentan con pavor que la mujer serpiente, la Tragantía, sale de su letargo, cambia su piel y se disfraza de lo que fue; visita nuestra ciudad con hambre de vida humana, dispuesta a comerse de un solo bocado la savia caliente que tanto necesita.
Las niñas y niños se llenan de miedo y de desconsuelo al llegar el mes de junio, y mucho más, cuando cabalga el calendario hasta la noche de S. Juan. Los angustiados padres comprueban nerviosos las puertas, los postigos de las ventanas y cualquier apertura o rendija, por mínima que sea, de la vivienda. Echan los topes y las llaves de las puertas, recorren cada una de las habitaciones y colocan incienso en cada rincón, siguiendo antiguas supersticiones, y haciendo todo lo que saben y pueden para que el espectro de la mujer mora, de la Tragantía, no se lleve lo mejor de cada casa, esos cuerpos sin estrenar de niños y niñas, de jóvenes, repitiendo: “Soy la tía Tragantía, hija del Rey Baltasar, y quien me escuche cantar no verá la luz del día, ni la noche de S. Juan”.
La Tragantía, que fue una joven princesa, se quedó sola en aquel castillo, recluida en su propia morada, en una mazmorra acondicionada con lámparas y víveres para unos pocos días, mientras su padre, el Rey Baltasar, volvía de la batalla contra los cristianos invasores.
Nadie supo que se quedó sola en un calabozo, encerrada por propia decisión, y que mientras el padre y el pequeño ejército perdían la vida, la paz y la batalla, ella luchaba contra el hambre, contra la oscuridad y el abandono. Que bebió sus propias lágrimas y que su lamento callado no lo oyó nadie.
La joven mora, la bella princesa, no pidió auxilio, pues esperaba desesperadamente a su progenitor en cualquier momento. La pequeña heredera no se atrevió a levantar la voz por si la oía el ejercito enemigo y cuando quiso gritar, cuando comprendió que no había salida posible a aquel cautiverio, su garganta estaba apagada, y sólo pudo recitar los versos que, durante meses, le hicieron sentirse viva, “Soy la hija del rey moro, y no quiero que me oigan cantar, pues quien lo haga, no verá la luz del día, ni la noche de S. Juan.”
Perdida la batalla, no volvió a pisar aquel lugar ningún musulmán y con la muerte del padre, el secreto del enclaustramiento de la princesa también murió. No le quedó más opción que resignarse, así fue como se acomodó a esa situación de desamparo y abandono. Se tuvo que alimentar de roedores, de la cal y la sal del sudor de las muros de su celda y sus ojos, negros aceituna, se convirtieron en verde esmeralda y su piel inmaculada en una húmeda y deslizante piel de serpiente.
martes, 8 de noviembre de 2011
La tía tragantina.
LA TÍA TRAGANTÍA.
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